domingo, 19 de mayo de 2013

Antropomorfismo


Una mañana, durante nuestra estancia en la reservación indígena de los Navajos, en Window Rock, Arizona, decidimos caminar desierto adentro, con el propósito de aventurar por el territorio árido del páramo. Según nos adentrábamos en el vasto paisaje escarpado por el viento, notábamos cada vez más cerca un resplandor extraño a la distancia. Nuestra curiosidad por entender aquello que reflectaba luz a lo lejos, nos trajo eventualmente frente a un montículo de vidrios rotos, botellas y latas vacías en el medio de la nada. Por años llevaba el viento amontonando con el polvo un banco de desechos traslucientes. Eran tantos vidrios rotos de bebidas alcohólicas que parecía barrerse con agresión la huella antropogénica de los vicios sobre toda la superficie del terreno; sin duda alguna, el montículo resplandeciente testimoniaba la gravedad de los asuntos sociológicos que el pueblo Navajo había tenido que superar, como víctima marginada del mundo occidental colonizador.
Y es que, el limbo identitario de una etnia que todavía sufre sus discordias culturales en torno a los territorios que les fueron designados sin opción, hoy pudre las costumbres ancestrales que antes veneraban el paisaje con orgullo. ¿Pero quién culpa a un pueblo sometido y segregado por la opresión de otro poder político dominante, sobretodo cuando en un pasado fue raptado de sus tierras sagradas, reprimido de sus creencias religiosas y refutado de su imaginario colectivo?
Allá afuera lo entendimos mejor que nunca, y escuchamos la historia de toda esa depresión confesarse entre las arenas del desierto que acumularon por años las evidencias del consumo clandestino con cual ahogaron sus penas por tantos años. Naturalmente comprendíamos que, debido a la ilegalización de poseer alcohol dentro de los parámetros de la reserva, los nativos desechan los envases de las bebidas en lugares insólitos del desierto, sin considerar la belleza prístina de estos parajes que visitan.
En ese instante comenzamos a trabajar con los vidrios, mientras simultáneamente discutíamos acerca de las circunstancias que podían provocar estos hábitos negligentes en cualquier persona, casi tratando de darle explicación a un comportamiento tan absurdo como el que presenciábamos. Rápidamente transformamos el montículo de vidrios en la forma de una antropometría Navajo, referente a los diseños rupestres ancestrales de la región, pero igualmente alusivo al símbolo cristiano de los misioneros que les refutaron sus creencias. En realidad no fue mucho lo que tuvimos que modificar de la huella para sugerir el antropomorfismo que visualizábamos: separamos un poco el brazo izquierdo previamente adosado al cuerpo, el derecho se lo extendimos horizontalmente como señalando hacia otras tierras en el más allá, le definimos un espacio negativo entre las piernas para separarlas, y lo siguiente fue acomodar las latas y vidrios para sugerir el sexo del personaje, con sus manos y una cara de desorientación.
En la larga caminata de regreso, ni tuvimos que hablar de lo que acabábamos de hacer para comprender que nada de la experiencia realmente tenía que ver con los Navajos. Más bien, juzgábamos nuestra propia identidad puertorriqueña, en un desierto de circunstancias sociológicas, políticas y culturales, tan similar al que presenciamos lejos de cualquier explicación, y en el medio de la nada.

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