sábado, 12 de diciembre de 2009

Túmulo benigno


El concepto surgió paseando con Cristina Salas Gerritsen por los jardines pedregosos del instituto ITACA, en busaca de un espacio sugerente para la realización de nuestro proyecto en colaboración. No fue hasta los tres quedar rotundamente cautivados por la cantidad de piedras blancas que el edificio incubaba en su patio interno, cuando por fin nos percatamos de un propósito expresivo en el emplazamiento. De repente, las ideas recorrían todos los rincones de este espacio, descubriendo el lugar idóneo para la elaboración de una intervención artística que revelase nuestra relación intrínseca con el entorno. Al principio nos interesaba el hecho de que la obra quedase encerrada dentro del edificio que habitábamos, aunque igualmente expuesta al dominio exterior de las condiciones climáticas. No obstante, debíamos primero convivir un rato en el emplazamiento, investigarlo y descubrir nuestro rol en él. No bastaba sólo saber que el instituto ITACA se encuentra emplazado en el Campus de Vera de la Universidad Politécnica de Valencia, y que además sirve como entidad de investigación y desarrollo para el fin de fomentar y llevar a la práctica acciones de investigación científica, de desarrollo tecnológico y de transferencia en el campo de las tecnologías informáticas. Debíamos descubrir algo mucho más subjetivo acerca de su imponente aparición en el paisaje.


Hay que entender la estructura de este edificio como el cuerpo de un organismo vanidoso, cuyo propósito estético-funcional adquiere vitalidad mediante la interacción adecuada de sus usuarios. No obstante, cabe aceptar que el organismo también procura supervivir la confluencia pública que condesciende; sirviendo primero una agenda privada al respecto de las circunstancias políticas que lo proporcionaron desde el principio. Digamos que, bajo este contexto, la arquitectura no sólo ofrece protección, también urge resguardo en base a la preservación de su presumida apariencia. Necesita seguridad como portadora vulnerable del mismo funcionamiento que intenta proteger. Igual que cualquier organismo vivo, esta entidad subsiste mediante un sistema inmunológico de defensa que obra involuntariamente dentro sí misma. Sus anticuerpos, por así denominarlos, combaten todo tipo de anomalía repentina que pueda brotar en amenaza contra su arquetipo. Estos agentes protectores son referentes a las autoridades que delimitan con soberanía el comportamiento interactivo de sus destinatarios. Mediante la vigilancia, toda conducta inhabitual se controla en el acto; se detecta inmediatamente y se radica cualquier diligencia discordante, indique o no, alguna posible inminencia contra el designio de su propósito arquitectónico. Aparentemente este edificio acoge sólo aquellos espectadores predecibles que identifica como autómatas pasivos: los mismos que aproximan el destino sin la más mínima ocurrencia de quizás pensar creativamente el cuerpo que en el presente habitan.


El proyecto túmulo benigno se trata de una intervención transeúnte que respeta la estructura del edificio, igual que el fenómeno de interacción pública que en ella concurre. No obstante, procura dislocar el orden habitual que desempeñan los destinatarios en su espacio, retando la pretensión funcional que aquí siempre asumen. Desde el principio estábamos comprometidos a proporcionar las casualidades circunstanciales que con el tiempo podrían reponer normalidad en el emplazamiento intervenido, al menos simulando su estado de apariencia preexistente. Nuestra intención jamás fue vandálica, ni permanente; sobre todo pretendíamos reivindicar un diálogo axiomático entre la arquitectura y el entorno natural que lo define, por supuesto, nunca olvidando la relación transitoria de sus espectadores, destinatarios finales de dicha provocación reflexiva.

Comenzamos manejando los recursos del emplazamiento como referencias que designan las pertinencias y especificidades del territorio, por ende, no fue sino enseguida cuando develamos la obstrucción que significaba el edificio en relación al tránsito libre de las aves residentes. Éstas, lamentablemente impactan a diario los inmensos vidrios instalados en la fachada del patio interior, cayendo muertas contra el suelo pedregoso de los jardines. Lo que con nuestra transparencia humana habíamos percibido bonito en el detalle de la fachada, finalmente se resumía como un gesto atroz contra el derecho vital de las aves. Por tal razón la obra brota sobre la superficie de la tierra en la forma de un tumor explícito, uno que intenta sepultar el incidente morboso de esta terrible y diaria memoria. Teñimos el montículo con pigmentos orgánicos para conformarle franjas coloridas, pero efímeras a su vez, asegurándonos que se borrasen con la persistencia de la lluvia; usamos achote para la amarilla, oxido de hiero para la rojiza y carbón para la negra. También aprovechamos el color estridente de las semillas rojas circundantes, como representación del horror sanguinario con que aquellas aves yacían su esqueleto muerto entre las piedras blancas. Luego adherimos plumas grisáceas entre el tejido de las lanas que ataban el crecimiento totémico del túmulo; su erección era la justa para conmemorar el yacimiento pesado de este entierro.

Al cabo de los días llegó la lluvia. Gradualmente se expuso la blancura original de las rocas; y el túmulo, cada vez más pálido, hablaba de esa terrible memoria sanando su impotencia frente al paso del tiempo. Todavía las aves impactaban a muerte los vidrios del edificio indeleble, pero al menos resultaba satisfactorio encontrar el túmulo desapareciendo, atado en el movimiento de su propia independencia gravitacional, como un instrumento musical de silencio manejando su designio benigno al compás del viento.

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