martes, 1 de noviembre de 2011

Piedra de Paluguillo


Una tarde fresca entre las montañas de Paluguillo, en Ecuador, tuvimos la experiencia de trabajar con Cristina Salas Gerritsen en la realización espontanea de una obra temporera, adhiriendo lanas de color con flores sobre una roca. Esa tarde fue mágica, no sólo porque compartíamos el paraje sublime de la Sierra ecuatoriana mediante nuestra creación, sino porque además adquiríamos un entendimiento del territorio a través de los textiles autóctonos del país. Y es que, desde tiempos ancestrales, los tejidos han servido como comunicadores de pensamientos, sobre todo, para definir las diferentes identidades culturales que caracterizan a las comunidades indígenas que pueblan la zona. Trabajar con lanas en ese lugar específico era como adentrarse en las raíces propias de una historia sin palabras, una que todavía existe en la memoria colectiva de un imaginario popular que es íntegro con los fenómenos naturales que lo afectan; algo así como enlazarse en las costuras mismas de unas costumbres atadas al medio ambiente.



Lo más hermoso de la experiencia fue percibir el cambio climático del páramo mientras trabajábamos sobre la roca. Cuando llegamos al emplazamiento, la temperatura era sumamente agradable: hacía fresco, pero también el sol calentaba lo suficiente como para iluminar el verde césped que arropaba la Sierra repleto de flores amarillas. Según progresaba nuestro tejido en el paisaje, la niebla fría empezaba a descender lentamente, cubriendo por completo la roca que interveníamos. Incluso, casi hacía borrar las montañas circundantes dentro de su blancura y hacia parecer las lanas de color flotando sobre la roca. Todo aparentaba cerrarse tras una cortina atmosférica que nos sugería el final de un espectáculo artístico y el comienzo de otro ambiental. Ese atardecer fue de un blanco perentorio que lo cubrió todo cegándonos los ojos hasta inundar nuestras miradas en la bruma pasajera.


Lo divertido fue pensar las lanas como pinceladas de pintura y aprovechar la roca como un gran lienzo inmerso entre montañas. En ella escribimos nuestros signos geométricos y abstractos, parecidos a los dibujos que trazan las constelaciones en el espacio. Para Cristina, las líneas más orgánicas asimilaban mejor las formas mismas que esculpen los ríos cuando fluyen sobre la superficie de la tierra. Toda la tarde subimos y bajamos la roca casi acariciándola entre los dedos y tejiéndole un vestido que jugara a protegerla del frío. Ella, atada en el paisaje con su nueva vestimenta de color, aparentaba sagrada, hierática y enigmática, como si por dentro guardase toda la magia de su propia fuerza gravitacional anclándose con el peso de la tierra.





Al cabo de unas semanas, el viento ya había logrado vencer nuestra huella efímera para restaurar la apariencia originaria de la roca, como si nunca antes la hubiéramos tocado. No obstante, quedaría en nosotros el vestigio grabado de un contacto directo con la memoria: todo lo experimentado antes se convertía ahora en la verdadera historia del paisaje, como si en nosotros se hubiese manifestado la antigua emergencia cultural de nuestros ancestros indígenas.

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