Proyecto ermitaño es una obra de proceso y acción que estudia las especificidades del territorio mediante una aproximación conservacionista. Al conjugar nuestra necesidad creativa con los procesos biológicos de la naturaleza, orientaríamos el propósito del arte, ya no sólo para el insaciable deleite por el conocimiento humano antropocéntrico, sino mejor aún, para el entendimiento de un modelo más equilibrado de interactuar en el ecosistema que habitamos. A minúscula escala del paisaje, ansiaríamos la propugnación del medio ambiente, gestionando como propuesta artística la devolución de los recursos sustraídos del territorio natural. De modo que, nuestra intervención mediaría con la supervivencia de una especie autóctona, que es víctima desamparada de la carencia de los caracoles marinos extraídos de las playas de Puerto Rico, sin el compromiso de su retorno.
En colaboración con Mailara Santana Pomales, Cristina Salas Gerritsen y David Candelario Suárez, documentaríamos el proceso de entropía que inminentemente acaecería durante la construcción de la obra. Harina, arena, caracoles y tierras de diferentes matices, se aprovecharían para materializar el concepto de un territorio que retorna al emplazamiento sedimentado de sus fronteras físicas. Sin embargo, el espiral creciente aludiría a la estructura fisionómica del propio caracol, simbolizando a su vez el crecimiento evolutivo de un ciclo universal; entonces el comportamiento interactivo del ermitaño correspondería a la meditación introspectiva del uno en contexto con el todo, facilitando el centro de un encuentro migratorio, en la búsqueda de un nuevo punto de partida.
Aproximadamente cuatro meses tomaría la recolecta de los caracoles vacios que utilizaríamos para ejecutar el proyecto, sólo recopilando aquellos desechados por la pesca clandestina del “burgao” en Vega Baja. Claro que el delito de esta pesca nunca se fomentaría con tal diligencia, puesto que el alto nivel de esta extracción es causante de una reducción drástica en la población de ambas especies. Ya recolectados los caracoles, se organizarían según el índice de sus tamaños, para luego reordenarse en un conjunto de piezas que compondrían la figura progresiva del diseño.
Desde tiempos ancestrales los caracoles se han utilizado en la elaboración de instrumentos de labranza, artículos religiosos y para la confección de artesanías; sin embargo, en el mundo miniatura de los ermitaños, cada concha figura una cuestión biológica de vida o muerte. Los desarrollos costeros, la contaminación desmesurada y la extracción comercial de estos recursos marinos, han repercutido en amenaza contra la supervivencia de la especie; tanto que por desesperación han necesitado guarecerse en nuestra propia basura. Chapas, tapas, casquillos de balas, pipas de crack, huesos y jeringuillas usadas, son algunos de nuestros tantos desechos transformados en sus refugios provisionales.
Nuestra aportación contrarrestaría dicha adversidad mediante un designio de rehabilitación ecológica. Los caracoles vacantes serían concedidos en intercambio por la basura habitada. Apenas tres semanas duraría el apogeo interactivo de este trueque con los ermitaños, finalmente culminado en el testimonio pulcro de su integración al medio. El territorio quedaría desparramado en la amplitud del paisaje y atrás restaría un cementerio de caracoles fracturados de su uso. Entre las ruinas acaracoladas también sobraría una colección de diminutas piezas plásticas desertadas que por fin liberaríamos del emplazamiento. Cada objeto se convertiría en un suvenir del suceso, guardando en sí todo el réquiem emotivo de nuestra apreciación por la naturaleza limpia.
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