El cuerpo tieso de un árbol tumbado y talado en trozos es una ruina fragmentada de su vertical erección; metafóricamente corresponde a una sensación abrupta de impotencia rotunda. Su brotado cuerpo misceláneo (tronco y ramas) pertenece a un colectivo de árboles idénticos, víctimas esqueléticas de una similar situación.
El indicioso intento de recomponer la estructura canónica de su forma representativa, por sí solo, sugiere un deseo. Los fragmentos arbóreos reordenados constituyen una unión incompatible, vinculados por el equilibrio de una esperanza. Por tal razón, con desafío se extienden verticalmente balanceadas las rocas; una encima de la otra figuran personajes totémicos que aparentan adorar el recorrido del sol sobre el paisaje circundante. Estos espíritus del deseo unifican, pero fragmentan a su vez la impotencia de un sueño derruido: uno que inútilmente intenta alcanzar el vacío de un futuro incierto, aunque todavía enterrado a raíz de su origen terrestre.
La tentación frustrante de tocar el paisaje anhela la posibilidad de un futuro, no obstante caduca en la orilla que traza su realidad. No se rinde todavía, sino forja su último deseo dentro de la incertidumbre quimérica de un más allá imaginario. Al final, introspectivamente su propósito existencial desperdicia toda su potencia vital en un sueño económico derruyéndose en el apogeo de una crisis financiera. ¿Cuantas veces incidiremos en la misma preocupación hasta derribarnos con ella al suelo?
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