Una tarde en Puerto Rico, remando entre los mangles de La Parguera, encontramos un cayo prístino rodeado por estrellas de mar. Eran tantas, y a tan poca la profundidad, que decidimos agruparlas con el motivo de hacer algo bajo el agua con ellas. Al momento, lo más lógico parecía ordenarlas en forma circular, así ubicándolas por color. Nos sorprendimos al observar la velocidad con que se desplazaban las estrellas de mar, por lo que también significaba un reto acomodarlas en un determinado sitio sin que se desfigurara el diseño que intentábamos formar. Para evitar que se movieran demasiado, decidimos colocarlas boca arriba a medida que las organizábamos por tonos y matices. En lo que se volteaban, demoraban su rumbo lo suficiente como para nosotros definir a tiempo el anillo que visualizábamos. La idea era orientar la rueda cromática según la trayectoria del sol: los matices poniéndose más calientes hacia el este y gradualmente más rojos hacia el oeste.
Después de algunos intentos fallidos, descubrimos que era más fácil aprovechar el brazo extendido como radial del círculo, salirse del plano a tiempo sin levantar sedimento del fondo y esperar luego que se calmara la superficie del agua para hacer la fotografía. El gesto resultaba tan delicado y fugaz que convertía la imagen en su propio mecanismo de defensa ante el lugar, como un anillo de alianza con el paisaje, simbolizando la regeneración cíclica de la naturaleza. Entonces, las estrellas de mar comenzaban a desplazarse paulatinamente hacia fuera; como si las dirigiera una fuerza centrifuga a un ritmo imperceptible. Entre todas dilataban el anillo hasta deformarlo, diluyéndolo bajo el sol y en el fondo submarino.
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