Para realizar la obra, quisimos someternos al trabajo arduo que ambas comunidades conocen, tanto para ampliar nuestro conocimiento acerca del entorno, como también para entender el significado cultural que representan sus faenas en toda la región. Con la comunidad de El Venado, liderada por Nemorio Díaz González, manejamos tejidos orgánicos mediante técnicas de labranza artesanal usando la yacua seca del cogollo de la palma real, pero además construimos boyas utilizando la nuez seca del coco luego de jimarlo. Con la comunidad de Agua Zarca, liderada por Felipe de Jesús Cruz González, manejamos técnicas de labranza artesanal en terracota para producir 43 ladrillos circulares que llevarían grabado el número romano XLIII. Al final todas las piezas se instalarían juntas en el fondo del mar hasta que eventualmente deterioraran con la marea y desaparecieran con la corriente. Los materiales biodegradables fueron la propia ontología del territorio, y sus labranzas artesanales, el testimonio mnemónico de una compenetración comunitaria. Todo el proceso de creación quedó documentado como bitácora de la experiencias, fijando momentos, lugares y personas conocidas durante nuestras visitas constantes a las comunidades.
El diseño de las 43 esculturas submarinas celebraba esa relación simbiótica que existe entre las dos comunidades costeras para subsistir. Ambas se trenzan como metáfora de su reciprocidad entrelazada, sin embargo, las 43 piezas sumergidas en el mar también homenajean a cada una de las víctimas del horrendo incidente de los desaparecidos de Ayotzinapa, pues las piezas fueron construidas durante su aniversario y emplazadas el día de los muertos. Las piezas bailan juntas bajo el mar con el movimiento oscilante de las olas y ellas buscan esclarecer hacia la superficie que el peso de la tierra cocida les impide alcanzar.
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